martes, 31 de octubre de 2017

El cuadro. Capítulo 27




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 Tras quitar una pila de cartones y tablones de madera, descubrieron un agujero en el suelo lo suficientemente grande como para que entrara una persona sin dificultad alguna. Era oscuro, tenebroso y profundo, como la boca del diablo; las paredes regulares construidas por grandes bloques de piedra estaban tan unidas unas a otras que era imposible encontrar un resquicio o grieta para agarrarse. Rubén se levantó buscando alrededor. La luz de su linterna zigzagueó moviendo las sombras de las columnas como si estuvieran vivas. Con precaución avanzó unos metros hacia un extremo del sótano donde había escombros. Sin hacer ruido, fue apartando ladrillos y trozos de hormigón hasta encontrar un saco verde tipo militar.

 

-BJ es muy previsor –comentó Isabel- ¿Qué hay dentro?

-Varias cuerdas simples de escalada, arneses regulables, bloqueadores ventrales y de mano, mosquetones, guantes con refuerzos en palmas y dedos y otros materiales –Rubén fue sacando todo el material a modo de inventario.

-No insinuarás que vamos a necesitar todo eso para recorrer medio Madrid.

-No –respondió con una sonrisa-. Solo utilizaremos una cuerda para bajar y otra de seguridad, arnés, bloqueador, mosquetones y un par de guantes. Lo demás lo dejaremos donde lo encontramos.

-No me parece buena idea eso de entrar en este agujero para ir hasta la antigua estación de metro de Chamberí –repuso Isabel con los brazos cruzados mientras caminaba de un lado para otro inquieta- ¿Por qué no vamos por la superficie como la gente normal?

-Ya te lo he dicho, es más seguro ir por aquí hasta la estación abandonada. Es la única forma de que no nos encuentren. Allí nos espera BJ con todo lo necesario para escapar hacia Georgia -Isabel seguía sin estar convencida-. Por lo pronto, según BJ, debemos coger las cuerdas largas y atarlas a uno de estos pilares –miró unos segundos por el agujero-. Son unos doce metros de altura. Para que la bajada sea más cómoda, voy a hacer doce nudos equidistantes en una de ellas que sirvan para apoyar los pies. De esta forma no haremos tanto esfuerzo.

Ella asintió intentando mantener la calma. En ese momento creía estar dentro de una montaña preparada para descender a los infiernos. Aquel pozo se hallaba en la más absoluta oscuridad, tan densa que ni la luz de la linterna conseguía llegar al fondo. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Hasta ese momento no advirtió la humedad del sótano. Alargó el brazo hacia el interior del agujero para ver si salía alguna corriente de aire. «Lo positivo es que no sale aire caliente –pensó-. Eso significa que el infierno no está cerca». Mientras Rubén se ocupaba de los preparativos, Isabel intentó controlar los nervios y la claustrofobia centrándose en otros pensamientos. Ensimismada, imaginó la situación de Timarco cuando se adentró en Trofonio, Quijote con su descenso en la cueva de Montesinos, Arsindo tras pasar la puerta de La Mina o el profesor Otto Lidenbrock al descubrir la entrada del pico Scartaris que le llevaría al centro de la tierra. En todos ellos había un choque de sensaciones, donde el miedo a lo desconocido, a la oscuridad, se enfrentaba con la curiosidad de descubrir qué había tras ese velo oscuro, con el valor de llegar hasta donde otros no habían llegado. Ella no era una aventurera como Lara Croft, pero reconocía que la idea de entrar en aquel tenebroso y profundo pozo le atraía. Sobre todo porque no estaba sola, contaba con la protección de Rubén en quien confiaba ciegamente. Miró a su alrededor. No podía creer que estuviera en el centro mismo de Madrid preparada para descender a las profundidades, a lo desconocido.

-¡Esto está preparado! –Anunció Rubén mientras dejaba caer un extremo de las cuerdas por el pozo-. Bajaré yo primero para estudiar la zona y vigilar que no haya peligro –Isabel asintió mientras se ponía el arnés-. Cuando todo esté despejado bajas.

Rubén se sentó en el borde, enganchó el arnés y el bloqueador y puso los pies a ambos lados de la cuerda sobre el primer nudo. Lentamente fue deslizándose mientras su linterna iba haciendo un círculo de luz que iluminaba los bloques de piedra. «Suerte que los tiempos cambien –reflexionó Isabel mientras observaba como su amigo se perdía por el túnel-. No sé lo que hubiera hecho si me hicieran bajar con una soga atada a la cintura». La luz de la linterna de Rubén fue haciéndose más pequeña conforme descendía, provocando en el pozo el extraño efecto de cono invertido. Las cuerdas seguían tensas, el punto de luz desapareció y unos minutos después volvió el silencio. Isabel sujetó la cuerda sintiendo como se movía levemente. Aquella soledad en el sótano la incomodaba. Pocas veces se había sentido tan desprotegida y abandonada como en ese momento. Respiró profundamente cerrando los ojos unos segundos. «Calma, calma. Esto solo es un sueño», se repetía una y otra vez. Sujetó las cuerdas con fuerza, sintiéndose segura al pensar que tenía una vía de escape. Volvió a respirar profundo, reteniendo el aire lo suficiente para rebajar la tensión en el momento de exhalar. Sin embargo, otro estremecimiento recorrió su cuerpo. Sintió una suave corriente de aire en el pelo. Contuvo la respiración y agudizó el oído mientras abría despacio los ojos. Las pupilas dilatadas se fueron cerrando al recibir la luz de la linterna. Fueron unos eternos segundos de deslumbre que la dejó indefensa. Sin saber por qué, sintió alguna presencia a su espalda, un lejano ruido y otro hilo de aire rozando el cabello. El corazón empezó a latir con fuerza y la respiración menos fluida. Permaneció quieta en aquel oscuro sótano intentando mirar las zonas en penumbra que tenía delante para luego girar sobre sí hacia la puerta. El movimiento fue brusco. La linterna trazó una línea de luz hasta detenerse en las escaleras. No había nadie a su espalda. Giró la cabeza alrededor intentando abarcar todos los rincones. El solo hecho de pensar que podía estar escondido aquel hombre de negro de la moto le daba pánico. Sujetó con más fuerza las cuerdas que seguían tensas en el pozo. En cualquier momento podía surgir de las tinieblas y empujarla por el hueco hacia el abismo. Sentía frío, un frío seco. «Es curioso que el infierno lo hayan descrito durante siglos como un lugar donde la gente arde en el fuego y, sin embargo, el mismo Diablo se presenta siempre en ambientes helados – pensó-. Espero que no ronde por aquí». Con una mano se apartó un mechón de pelo que le cubría parte del rostro. Sus manos estaban sudorosas y comenzaban a temblar.

La cuerda se destensó moviéndose onduladamente.

-Puedes bajar, no hay peligro –gritó Rubén.

Rápidamente se sentó en el borde y enganchó el arnés y el bloqueador a la cuerda. Miró por última vez a su alrededor y con gran elasticidad fue poniendo ambos pies en cada nudo dispuesta a bajar. «Facilis descensus Averno», pensó mientras se deslizaba por cada uno de los doce nudos. No quiso mirar hacia arriba, solo es concentró en la cuerda contando cada uno de los apoyos. Rubén la esperaba abajo preparado para ayudarla a poner los pies en el polvoriento suelo. Ella dejó escapar un largo suspiro, levantó la cabeza y miró el orificio. La perspectiva del pozo era ahora distinta, la forma de cono invertido había adquirido su forma natural. Ya no se veía la boca del diablo.


Giró la cabeza descubriendo una gran sala rectangular de hormigón, como si hubiera sido construida para servir de bunker. Rubén también estaba expectante ante un espacio totalmente vacío, cuyo color grisáceo atenuaba la luz de las linternas. De pronto, Isabel tuvo una especie de risa nerviosa.   

-¿De qué te ríes? –Preguntó Rubén desconcertado.

-Me río porque no sé quién de los dos es real, si tú o tu sombra.

Él giró la cabeza hacia la silueta que había marcada en la pared.

-Por lo pronto yo soy el real y esto no es una caverna... –respondió manteniendo la paciencia- aunque sí lo parezca.



En la parte sur del bunker había tres oscuros pasillos: dos estrechos laterales y uno central más amplio.

-Comenzamos bien –dijo Isabel-. ¿Por cuál vamos?

-Yo elijo el central.

-Comprendo, el camino de la moderación y la rectitud –precisó-. Tú primero.

Emprendieron el viaje a través de un pasillo de un metro y medio de ancho aproximadamente, mientras el techo casi rozaba sus cabezas. Era largo y apenas podía apreciarse variación en cuanto a giros o pendientes. Rubén calculó unos diez minutos el tiempo que duró hasta llegar a una zona donde el pasadizo se hacía más estrecho. Era como si estuvieran al final de una etapa y esta se prolongara con la unión de varios pasillos. Las paredes de cemento se mezclaban con piedras y ladrillos, parecido a las obras de rehabilitación. Sin duda alguna se adentraba en una zona antigua. De lo lineal pasaron a un camino serpenteante, irregular en algunos trechos. El lugar debía ser antiguo porque en algunos tramos las paredes habían desprendido tierra y piedras dejando grandes huecos y escombros a su paso. El techo, con grietas de un extremo a otro, se hacía cada vez más bajo dando la falsa impresión de ser la galería más larga.


-Creo que vamos por el buen camino –dijo Isabel dirigiendo la linterna a la pared de la derecha-. BJ se ha dedicado a dejar su marca con grafiti.

Con pintura de espray roja estaba marcada “#HOMERO”, como la marca de un explorador que se adentra en territorio desconocido.

-Sí. Y aquí ha dejado un mensaje muy sutil –añadió Rubén.

Más adelante, en la pared izquierda, había escrita una frase que sorprendió a Isabel: “¡Perded toda esperanza los que entráis!”.

-A veces BJ tiene un sentido del humor de lo más negro. Cuando lo vea se va a enterar –gruñó Isabel. Luego quedó unos segundos callada-. Por lo pronto no se oyen suspiros, llantos ni grandes gritos. Eso es bueno.

-Creo que lees demasiados libros.

Continuaron por la estrecha galería hasta desembocar en una doble vertiente. El túnel de la izquierda parecía el más seguro por su amplitud y robustez en las paredes de piedra; en cambio, el de la derecha estaba construido con grandes piedras y gravilla, el techo era más inclinado hacia abajo y la atmósfera de polvo apenas permitía ver.

-Ahora te toca elegir –dijo Rubén con una malévola sonrisa-. ¿Izquierda o derecha?

Isabel miró recelosa a uno y otro lado, se cruzó de brazos y su mirada se perdió en una larga meditación.

-Según la brújula y  el plano de BJ, ¿dónde estamos?

-Yo diría que cerca del Palacio Real.

-¿BJ te ha contado algo sobre los túneles?

-Sí. Parece que Felipe IV mandó construir una serie de túneles que partían del Palacio Real hacia el Monasterio de la Encarnación, el Teatro Español y el Palacio de los Vargas. Para evitar desplazarse por la calle, utilizaba estos pasadizos subterráneos cuando se trataba de asistir a misa o ver representaciones teatrales –Rubén calló unos segundos pensando-. Se rumorea que en el ala oriental del palacio había una serie de túneles que recorrían todo Madrid. Estos fueron utilizados por el rey Alfonso XII para moverse por la ciudad de incógnito.

-Bien, estamos hablando del siglo XV y el XIX –reflexionó Isabel-. La entrada derecha parece más antigua y hay vestigios de haber pasado por varias etapas. Yo creo que deberíamos seguir por ahí.

-No te veo muy convencida.

-Convencida estoy, pero no me gusta la idea de entrar ahí –respondió con los brazos en jarra y aire de resignación-. Vete a saber lo que podemos encontrar.

Se adentraron por el oscuro túnel abriéndose paso por la atmósfera polvorienta y fría. Isabel se estremeció. Palpó una de las paredes, recorriendo con los dedos una amalgama húmeda de piedra y arena hasta llegar al final. Aquello no tenía salida. Ambos se miraron desconcertados ante el extremo de una galería en forma de estancia cuadrada.

-Creo que nos hemos equivocado –dijo Isabel iluminando cada rincón.

Rubén se separó hacia uno de los extremos y comenzó a empujar las piedras y ladrillos.

-Hay algunas zonas que parecen más frágiles. Mira estos ladrillos. Están casi sueltos.

-Ten cuidado, no sea que tiremos un muro y nos quedemos sepultados.

Con precaución fueron examinando las paredes hasta que Isabel descubrió una antigua abertura tapiada con piedras cuya parte superior terminaba en arco ojival.

-Dime una cosa –se giró hacia Rubén iluminando su cara con la linterna-. ¿BJ te ha comentado si esta zona fue antiguamente alcantarillas o canalizaciones de agua?

-Me comentó varias anécdotas que no sé si tienen sentido. Según las malas lenguas, en algunas épocas del año estas galerías se inundaban y el rey Felipe IV se desplazaba en góndola para asistir a encuentros amorosos con una novicia del convento de la Encarnación.

Isabel comenzó a empujar el muro de piedra con el pie formando una nube de polvo mientras la grava saltaba por los aires hasta derrumbarse una parte. Rubén fue apartando las piedras más pesadas para despejar el acceso.


 -Espero que no haya ratas aquí –se quejó mientras empujaba con la punta del pie-. Me siento como uno de esos bichos en un tubo.

-No veo la salida. Quizás estemos en un pasillo intermedio.

Continuaron de rodillas por aquel lugar durante quince minutos, girando a izquierda y derecha como un laberinto. El aire se hacía denso, irrespirable, creando una capa que impedía ver unos metros por delante.

-¿Estás bien? –preguntó Rubén al descubrir que se había parado y respiraba con dificultad.

-Sí. Solo necesito un momento de descanso para respirar.

Rubén sacó un botellín de agua de la bolsa de tela. Intentaba mantener la cabeza fría, el autocontrol para que Isabel no entrara en pánico. Estaba convencido de que iban por el camino correcto. Descansaron unos minutos mientras ella intentaba beber agua sin chocar con el techo.  

Continuaron cinco minutos más hasta que progresivamente el túnel fue estrechándose como un embudo. Las paredes casi tocaban sus cuerpos y el avance se hacía más difícil. Tumbados, fueron arrastrándose con dificultad, impulsándose con los brazos. Isabel se sentía mal, le faltaba el aire mientras todo su cuerpo sudaba y temblaba. El corazón latía con fuerza y la respiración se aceleraba. Experimentó un dolor en el tórax acompañado de náuseas y mareos. Estaba a punto de hiperventilar.

-No puedo seguir –dijo con dificultad-. No tengo fuerzas, me duelen los brazos, esto es un agobio. Necesito salir de aquí ya -se tumbó de costado intentando moverse, buscando una postura más cómoda. Aquel estrecho túnel la oprimía. No podía doblar las rodillas y los codos. Cada segundo era más asfixiante-. Por favor Rubén, sácame de aquí –pidió entre sollozos.

-Isabel, escúchame atentamente –dijo Rubén en tono pausado, tranquilo-. Te voy a dar una bolsa de papel para que se equilibre el oxígeno y el dióxido de carbono de tu cuerpo. Estás respirando rápido y poco y eso te está provocando la hiperventilación. Respira con la bolsa un par de veces y cuando te tranquilices avanza un poco. Hay una cosa que te quiero enseñar.

Cogió la bolsa y comenzó a respirar hasta que sintió cierto mareo. Al apartarla de la boca sintió que el aire era más fresco. Poco a poco fue inhalando profundamente, llenando el diafragma y exhalando con suavidad. Se sentía mejor, con más fuerzas.

-Ya estoy mejor –dijo dando un golpe en el pie de Rubén para que continuara.

-Genial. Avanza un poco más y fíjate en la pared derecha.

Volvió a incorporarse reuniendo fuerzas para seguir unos metros sin dejar de mirar la pared. La linterna acoplada en la cabeza solo iluminaba las piernas de Rubén y un muro de piedra gris con manchas de moho. No había nada, ni resplandor ni ráfagas de aire. Solo cuando estaba a punto de parar nuevamente para tomar aire lo vio. Estaba allí, tapado en parte por la pierna de su amigo. Sin saber por qué, comenzó a reír y llorar de alegría. Se sentía esperanzada.

-¡Será cabrón BJ! –Exclamó en tono cariñoso-. Su marca está pintada en la pared. Eso significa que vamos bien, que hay salida.

-Sí, hay salida.

Ambos rieron mientras continuaban arrastrándose por el túnel. La esperanza les había dado fuerzas para ir más rápidos a pesar de la escasez de espacio. Nos les importaba el dolor en los brazos y hombros o los rasguños en las rodillas, le mera idea de saber que estaban cerca de la salida les motivaba.

A unos cien metros, Rubén descubrió un agujero en el suelo. Estaba excavado en forma inclinada a modo de rampa, creando un nuevo camino que se alejaba tierra adentro.


 -He encontrado otro camino –indicó a Isabel-. En vez de continuar, baja nuevamente. Vamos a ir por aquí, ¿te parece bien?

-Vale.

La pendiente era más pronunciada de lo que inicialmente parecía. Conforme descendían la inclinación aumentaba hasta que se vieron arrastrados por la grava sin poder controlar el descenso. Isabel intentó protegerse la cara mientras sus manos y brazos rozaban las paredes y el suelo en un continuo balanceo. Todo era confuso. Intentaban agarrarse al suelo para frenar la caída mientras la luz de las linternas se encendía y apagaba en cada choque. Luego llegó la extrema oscuridad. Perdieron el sentido de la orientación durante largos segundos.

A pocos metros del final de la rampa se abrió el túnel y ambos rodaron descontrolados hasta suelo firme. Ninguno se movió. Sentían dolor por todo el cuerpo, agitándoles un temblor incontrolable. Apenas tenían fuerzas para incorporarse. Rubén se levantó lentamente con la respiración agitada mientras intentaba encender la linterna. La luz volvió a iluminar el vacío. No sabían realmente qué lugar era aquel. La luz no alcanzaba a alumbrar techo y paredes. A lo lejos pudieron oír un tenue goteo.


 -He perdido mi linterna –dijo Isabel aturdida-. Mientras rodábamos por la rampa se me debió caer.

-Tranquila, con la mía tenemos suficiente.

Rubén recorrió una estancia rectangular muy amplia en la que aún se conservaba un techo abovedado y  parte de un suelo pavimentado con antiguas baldosas de barro cocido. Realmente quedaba poco de la estructura inicial. A su izquierda, desde la perspectiva en la que se encontraba la rampa por donde habían entrado, descubrió un arco y parte de un pilar de ladrillo. Luego, como si hubieran echado abajo muros, paredes o tabiques, quedaban restos suficientes para reconstruir mentalmente el diseño de planta.

-No puede ser. Es imposible. Fue destruido en el siglo XIX –dijo incrédulo, caminando por todo el perímetro, iluminando parte del techo y recorriendo con la linterna todos los antiguos vestigios conservados en el suelo. Su voz denotaba una insólita emoción, igual que si hubiera descubierto un yacimiento arqueológico.

-Por Dios, Rubén, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar?

Continuó examinando el lugar inquieto, ajeno a las palabras de Isabel. De vez en cuando hablaba solo, en un monólogo interior, luego callaba y permanecía quieto, absorto. Finalmente giró la cabeza iluminando a Isabel. Ella apenas podía verle la cara a contraluz, pero advertía una amplia sonrisa.

-¿De verdad que no sabes dónde estamos? –preguntó eufórico- Antes de que se construyera el Palacio Real, aquí estaba el Real Alcázar de Madrid –su tono de voz seguía transmitiendo entusiasmo-, una fortaleza musulmana del siglo IX que fue ampliándose a partir del siglo XVI con el emperador Carlos V para convertirse en el Palacio Real del Imperio Español. El palacio contaba con un recinto llamado Casa del Tesoro. Felipe II mandó construir un pasadizo en la superficie que se uniera al Real Monasterio de la Encarnación y así poder asistir a las celebraciones religiosas directamente. Sin embargo, el pasadizo tenía un nivel inferior, una galería subterránea enorme, tan grande que podían transitar los reyes en silla de mano, en carriola o a caballo. Esta galería se construyó por mandato de Fernando VI siglos después.

Isabel miró entre la penumbra el arco que había junto al hueco de una escalera. Alzó la vista y lo demás fue desvaneciéndose en la oscuridad.

-¿Y esto es la galería subterránea?

-Sí. Este lugar, con más de dos siglos de antigüedad –continuó hablando mientras iluminaba la estancia-, además de suponer una vía de escape, albergó antigüedades y obras de arte, sobretodo de Velázquez –de pronto su rostro se tornó nostálgico-. Aunque en 1734  se produjo un incendio en el Alcázar, el pasadizo se salvó de las llamas y, con él, todo el patrimonio cultural que lo albergaba. Pero llegó José Bonaparte y en 1809 ordenó destruir el pasadizo y llevar los fondos al convento de Trinitarios Calzados –movió la cabeza, contrariado, sin dar crédito a lo que estaba viendo-. Se supone que este lugar no debía existir. El hermano de Napoleón lo derribó.

-Pues parece que no tendrían presupuesto y decidieron tirar la parte superior y tapar el subterráneo –respondió con ironía-. Recuerda que José Bonaparte era una persona muy desconfiada, obsesionado con la seguridad, que vivía aterrado temiendo ser asesinado en cualquier momento por un pueblo que no lo quería. Si no recuerdo mal, mandó construir como vía de escape un túnel que iba desde el Palacio Real hasta la Casa de los Vargas en la Casa de Campo. Incluso muchas noches se trasladaba para dormir en el palacete, donde se sentía más seguro –hizo una pausa-. Quizás José Bonaparte quisiera conservar estas galerías subterráneas y mantenerlas en secreto por el mismo motivo.

-Tiene su lógica –confesó Rubén sorprendido-. Supongo que, si tu tesis es cierta, debe existir otra salida que lleve a otras galerías subterráneas.

Con la única iluminación de la linterna de Rubén, fueron inspeccionando todo el perímetro en busca de un hueco o pequeña puerta por donde continuar. Hasta ese momento no repararon en el lejano sonido de gotas de agua.

-¿Oyes eso? –preguntó Rubén mientras caminaba al otro extremo de la galería.

-Parece que cerca hay alguna canalización de agua o un túnel donde se filtra.



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