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Rubén caminó hacia la
plaza de las Comendadoras tranquilo, disfrutando de la buena temperatura
nocturna. Aquel viernes los bares de la calle del Limón estaban completos hasta
la puerta. Muchos salían unos minutos a fumar mientras el ambiente en el
interior se animaba cada vez más. El barrio en sí era acogedor. Atravesó la
calle Cristo con sus tabernillas como la del Gato Amadeus o la Taberna de la Casta con pinchos y raciones al más puro estilo castizo. En el fondo,
Rubén era un clásico. Le gustaba probar pinchos o platos innovadores, pero
también disfrutaba de las croquetas de jamón o los buñuelos de bacalao. Salió
finalmente a la calle Amaniel y, tras un par de metros, llegó a la plaza. Eran
las once de la noche. Las mesas del Café Moderno y Kramer seguían en la
calle con familias y parejas que disfrutaban de la tranquilidad de la noche.
Caminó por el lateral del
Monasterio escuchando el murmullo de la gente en la terraza y las risas de los
niños en el parque. Iba absorto, recordando las imágenes de satélite de la
colina Sololaki.
-¿Señor Carter? –Preguntó
una voz femenina con marcado acento francés- ¿Es usted el señor Rubén Carter?
Rubén miró hacia una de
las mesas del Café Moderno. Sentada había una joven de piel muy pálida, delgada,
con el pelo rubio recogido. Se levantó sin dejar de mirarle.
-Sí, soy yo –contestó
desconcertado- ¿Nos conocemos?
-Soy compañera de Parisi
–indicó la silla contigua invitándolo a sentarse- ¿Tiene un momento? Necesito
hablar con usted de un tema importante.
Él miró a su alrededor con
cierto recelo, cerciorándose de que no le habían seguido.
-Bien.
-¿Quiere tomar algo?
-No gracias ¿Cómo me ha
dicho que se llama?
-No le he dicho mi
nombre. Y, francamente, eso es irrelevante –a pesar de su acento, parecía
dominar bien el castellano. En todo momento pretendía aparentar serenidad con
una sonrisa, pero lo cierto es que estaba intranquila, asustada-. Estoy en
España de vacaciones y, aprovechando mi estancia, Parisi me ha dado un paquete
para que se lo entregue a usted –sacó del bolso una cajita envuelta en un papel
de regalo y atada con un cordel. Era cuadrada y tendría unos sesenta
centímetros. Cuando la tuvo en su mano, notó que pesaba bastante.
-¿Qué es?
-No lo sé, pero me ha
dicho que se trata de una pieza muy valiosa. Esto puede ayudarles en la
investigación -Rubén se dispuso a abrirlo impidiéndolo ella con la mano-. Me
dijo que lo abriera en un lugar seguro.
Miró de nuevo la pequeña
caja y discretamente la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
-¿Le ha seguido alguien?
-La joven negó con la cabeza-. Si tiene algún problema llame a este número de
teléfono y pregunte por el agente José Olalla –apuntó el nombre y número en el reverso de su tarjeta de visita-.
Es de total confianza. Ayudó a Laura,
una compañera experta en restauración, en un caso de asesinato.
-Gracias y mucha suerte.
La joven se levantó y
caminó indecisa hacia el otro lado de la plaza perdiéndose por la calle
Amaniel. Rubén la observó vigilando que nadie la siguiera. Se quedó unos
minutos sentado. Sentía el peso de la pequeña caja en el bolsillo. Palpó la
chaqueta intrigado por su contenido.
***
Ignacio Gorján estaba
cada vez más alterado. Era una persona tranquila, segura de sí misma. Sabía
controlar sus emociones en todo momento y nunca se había puesto tan nervioso
como aquel viernes. Durante toda la tarde intentó acceder a todas sus cuentas
bancarias, incluidas las que gestionaba en las empresas de la zona española y
latinoamericana. También le habían denegado el acceso a la base de datos de
clientes, a su agenda y a red interna de la multinacional.
«No puede ser», repetía
una y otra vez mientras llamaba por teléfono a los técnicos informáticos
ubicados en Moscú. Nadie quería darle una razón, limitándose a responder que se
trataba de un error informático, de actualización del software o incidencia en
la red interna. En el departamento de Seguridad le informaron que habían sido
bloqueadas todas sus credenciales y claves de acceso sin determinar el motivo.
A las once de la noche,
doce en Moscú, sonó el teléfono sobresaltándole. ¿Quién podía llamarle a esas
horas? Mientras cogía el auricular descubrió que el número estaba oculto. Por
un momento quedó pálido. El sudor se hacía más intenso y frío, mojándole el
pelo engominado y la camisa de seda. Apenas le dejaron articular palabra. Al
otro lado, la secretaria de Dmitri Prestupleniye le anunciaba que debía viajar
inmediatamente a Moscú para tomar café con el Jefe.
En la barra de tareas
había infinidad de ventanas abiertas. Todas se habían amontonado como un
mosaico de cuadraditos de colores. Ignacio permaneció largo rato mirando la
pantalla sin pestañear. Todo había terminado. La invitación para tomar café con
el mismísimo Prestupleniye en su despacho de Moscú, en su torre de cristal,
solo podía significar que nunca volvería a ver el amanecer. Ya fuera en sentido
metafórico o textual, todo había terminado. Su vida ya no valía ni un céntimo.
Las tarjetas con fondos ilimitados, las grandes cuentas bancarias, los trajes
caros, el coche deportivo o las cenas en restaurantes exclusivos se habían
terminado. Ahora solo le quedaba una cosa: su vida.
Con mano temblorosa cerró
todas las ventanas y apagó el ordenador. Necesitaba un buen trago de Whisky y
pensar cómo salir de aquella situación. Alguien le había tendido una trampa. De
eso no tenía la menor duda. Pero quién.
Durante unas horas podía
disfrutar de su lujoso piso en pleno centro de Madrid. Abrió el mueble bar,
cogió un vaso de cristal tallado y directamente vertió el Whisky sin hielo.
Tomó un trago y cerró con fuerza los ojos al sentir como le quemaba la
garganta. Se quitó la corbata y desabrochó varios botones de la camisa para
poder respirar mejor. En el reflejo del vaso vio otro hombre, otro Ignacio
Gorján abatido, despeinado y con barba de tres días. No reconocía su imagen,
acostumbrado a verse bien cuidado. En muchos años, era la primera vez que se
vio a sí mismo.
Caminó por el estudio en
círculo pensando cómo podía descubrir al que estaba detrás de su derrota y la
forma de contrarrestar el golpe que le habían dado. Sabía que toda persona
tiene puntos débiles y su jefe no era una excepción. Necesitaba encontrar algo
que ofrecer a Prestupleniye y de esa forma restablecer su confianza. Pero qué.
Después de beber media botella, recordó que aún estaba pendiente el asunto de
los cuadros. Al magnate no le importaba que Isabel y Rubén encontraran el oro de la
República española, él tenía más dinero que el valor de todos los lingotes. El
viejo oficial de la policía secreta soviética quería algo más importante. Y él,
Ignacio Gorján, estaba dispuesto a encontrarlo y ofrecérselo en compensación.
Para lograrlo era preciso
contar con la ayuda de Isabel y Rubén, aunque reconocía que no era tarea fácil.
Sin embargo, estaba dispuesto a arriesgarse y relevarles toda la verdad a
cambio de trabajar en común.
***
Doce de la noche. Plaza de Castilla. Juzgado de Instrucción.
El juez instructor emitió la orden internacional de detención de Ignacio Gorján. El Fiscal
se encontraba en el despacho del juez mientras el grupo especial de la Policía
Judicial se preparaba para la operación “Bahamas”.
El objetivo era entrar en las sedes de las empresas que Gorján tenía en España,
asaltar su domicilio y detenerlo.
***
El estudio quedó en la más
profunda penumbra. Isabel miró la pantalla extrañada. Las imágenes habían
desaparecido y, con ellas, la interfaz del sistema operativo. Parecía como si
el sistema se hubiera bloqueado dejando un fondo negro. Movió el ratón y pulsó
varias teclas sin resultado alguno. Apagó el ordenador y volvió a encenderlo.
Al cabo de unos segundos apareció un mensaje indicando que había un error en el
inicio. Inmediatamente llamó a BJ informándole del problema.
-Te han pirateado el
sistema –dijo BJ sin darle tiempo de hablar-. Han entrado para bloquearte y
borrar toda la información del servidor. Ahora mismo estoy repeliendo el
ataque. Lo contengo, pero necesito que apagues el servidor antes de que rompan
el fireware.
Isabel bajó al sótano,
pulsó la clave de acceso para abrir la puerta de la cámara acorazada, y se
dirigió al servidor. Rápidamente ejecutó todas las indicaciones que BJ le iba
dando. Pronto las luces se fueron apagando.
-¡Joder! ¿Qué ha pasado?
–preguntó mientras tiraba de todos los enchufes que encontraba.
-No lo sé –dijo BJ
mientras tecleaba con rapidez-. Alguien ha entrado en tu sistema y ha borrado
los archivos. El Servidor ha quedado a salvo. Es el mismo que desactivó los
sistemas de seguridad de la tienda.
-¿Y ahora qué hago?
-No enciendas los ordenadores
ni conectes el servidor. A partir de ahora nos comunicamos por la aplicación.
Será más segura.
-Vale. Avisaré a Rubén.
Isabel se sentó
intentando controlar la respiración. Se cruzó de brazos intentando calmarse.
Estaba a punto de llorar.
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